Homilías de cuatro minutos

Cuarto Domingo de Cuaresma

Joseph Pich

El Hijo Pródigo

            En el capítulo 15 del evangelio de San Lucas, Jesús nos presenta tres parábolas: la oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo. Al evangelio de San Lucas se le llama el evangelio de la misericordia. Para recibir esa misericordia, primero tenemos que reconocer que estamos perdidos. Hoy con el GPS no es fácil perderse, a no ser que nuestro móvil no funcione. Se puede decir que la parábola del hijo pródigo es el resumen del evangelio, una ventana abierta al corazón de Dios.

            Henri Nouwen, un sacerdote holandés, fue a San Petersburgo, al museo del Hermitage, para admirar el famoso cuadro “el retorno del hijo pródigo”, pintado por Rembrandt al final de su vida. Permaneció en frente del cuadro todo el día, viendo como la luz del sol iba moviéndose al paso de las horas. Después escribió un libro en el que se ponía en lugar de los tres personajes del cuadro, el hijo pródigo, el padre esperando y el hijo mayor altanero.

            En el cuadro el hijo pródigo casi desaparece detrás del abrazo de su padre. Nos muestra su espalda, sostenido por los brazos poderosos de su progenitor. Nos es fácil identificarnos con el hijo perdido porque es así como nos vemos frecuentemente. Nos sabemos de memoria el camino de vuelta al corazón de nuestro Padre Dios. Hemos hecho este recorrido tantas veces, que hemos dejado un surco en el suelo, sin que quede una pizca de hierba. Lo podemos hacer con los ojos cerrados. Nuestra contrición debería ser más rápida que nuestras ofensas. Como la sangre aparece instantánea cuando nos lastimamos, así también deberían surgir rápidas nuestras disculpas.

            El padre es la figura central del cuadro de Rembrandt. Nos muestra su cara con su temprana vejez, causada por la ausencia de su hijo, ahora marcada con una sonrisa por su vuelta. Le abraza con sus brazos paternales, no queriendo que se le escape esta vez. Una vez ha recuperado al niño de sus ojos, no lo va a perder nunca más. Esta parábola debería llamarse el padre esperando, el padre abrazando o el padre celebrando. Él es el personaje más importante de la escena. Si nos vemos como el padre, significa que deberíamos estar más abiertos a perdonar a todo el mundo. Cuando guardamos las heridas dentro de nosotros, muestra que no hemos sabido perdonar de todo corazón. En vez del padre perdonando, somos todavía el padrastro que se lame sus llagas.

            El hijo mayor no quiere aparecer en el cuadro; está de prestado. Guarda las distancias, mira la escena con desdén y quiere desaparecer. Está ahí solo porque Rembrandt lo ha pintado al fondo. No quiere saber nada de ese “hijo tuyo”, como llama a su hermano. No lo ha perdonado porque se llevó la mitad de la herencia, y ahora viene a por la otra mitad. No solo eso, sino que su padre le cocina el ternero cebado que había guardado para sus amigos, le coloca en su dedo su anillo de piedras preciosas y lo calza con sus zapatos nuevos que había comprado para una fiesta. ¿Cómo miramos a los hijos pródigos de este mundo? Desde nuestra posición alta de poder o riqueza, los podemos mirar con desprecio. Nos olvidamos de que no son los hijos de los demás, sino nuestros propios hermanos y hermanas.

 

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