Homilías de cuatro minutos

Quinto Domingo de Cuaresma

Joseph Pich

La mujer adúltera

            San Agustín define el encuentro entre Jesús y la mujer adúltera con esta gran expresión: Misera et Misericordia; la pobre mujer y Jesús clemente, la pecadora y Dios. El Papa Francisco llama a su Carta Apostólica del Jubileo de la Misericordia, Misericordia et Misera. Les da la vuelta, enfatizando el amor y la reconciliación, por encima del pecado y la justicia, diciendo que “la miseria del pecado se vistió con la compasión del amor.” Ahí se encuentran, una frente al otro, la humanidad y la divinidad, nuestra naturaleza pecadora y el poder curativo de Dios.

            Cuando Jesús les dice a los fariseos que “el que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero”, se pueden oír el sonido de las piedras golpeando el suelo. Se marchan, primero los más viejos; cuanto más mayores, más pecados. Mientras, Jesús escribe en la tierra con su dedo: ¿Quién de vosotros ha pecado con ella? Jesús es el único que no tiene piedras para lanzarlas, aunque él si tiene el derecho de hacerlo. Nosotros también dejamos caer las piedras que guardamos en nuestro corazón. Son todos esos resentimientos que oscurecen el alma. Dejemos que se los lleve el perdón de Jesús.

            Ahí están solos, Jesús y la mujer, hermosa, su pelo cayéndole sobre sus hombros, cubriendo sus pecados. El sol brilla en lo alto. La luz de Dios que convierte lo antiguo en nuevo, que revela lo escondido y sana lo que está enfermo. Jesús alza sus ojos y la mira por primera vez diciendo: “Mujer, ¿dónde están?” Ella lo mira con curiosidad, tratando de comprender quien es ese hombre. Ella pensaba que conocía a los hombres, pero sus ojos son diferentes, llenos de ternura y compasión. Sus ojos se cruzan, misericordia y mísera, el hombre Dios y la mujer pecadora. Lo mismo que experimentamos cuando nos confesamos y nos encontramos con la infinita misericordia de Dios. Dejemos que Jesús ojee en nuestro corazón como hizo con la mujer adúltera.

            Jesús le pregunta después de un largo silencio, mirando alrededor: “¿Ninguno te ha condenado?” Su voz suena por primera vez, femenina, llena de contrición: “Ninguno Señor.” Le llama Señor. Ahora si lo ha descubierto. Ha escudriñado a través de sus ojos varoniles, y ha percibido la inmensidad de su amor. Jesús la dejó dar una ojeada a su corazón, al mismo tiempo que la sanaba. Podemos aprender de él. Tenemos tantas cosas que perdonar y olvidar.

            Ella espera su veredicto, aunque sabe bien lo que va a decir. Lo ha leído en su corazón. Con una sonrisa consoladora Jesús dice: “Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más.” Dos consejos en una frase: Vete, olvídate del pasado, mira al futuro, y ámame más. Las mismas palabras que escuchamos en la confesión: vete en paz. La paz de un alma limpia. Hay un famoso dicho que dice: Todo santo tiene su pasado y todo pecador su futuro.

 

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