Homilías de cuatro minutos

Viernes Santo

Joseph Pich

Viernes Santo

            Después de la homilía vamos a traer un crucifijo velado, Jesús escondido detrás de un paño de color púrpura. Violeta solía ser un color real, pues era el colorante más caro de producir. Herodes vistió a Jesús con un manto de ese color, para mofarse de él. Cubrimos el crucifijo porque no sabemos si está todavía vivo, o porque no queremos verlo morir por nosotros. Cuando los descubrimos significa su muerte. Antes estaba escondido; ahora ya lo sabemos.

            Vamos a descubrir cada miembro despacio, con música, para recordar mejor sus llagas. Vamos a cantar: “Mirad el árbol de la Cruz”, despacio, para verlo mejor, para contemplar cada una de sus cinco heridas, grabadas en su carne. Te recomiendo mirarle a los ojos. Tenemos miedo a mirarlo, porque no queremos ver lo que le han hecho. Con su cuerpo nos dice: este soy yo. Tenemos que mirarlo a la cara, de frente. ¿Aguantas su mirada? ¿Lo puedes mirar derecho?

            Después lo vamos a venerar, con tiempo, uno a uno, una larga cola. Necesitamos tiempo para arrepentirnos, para expiar por nuestros pecados. Tenemos prisa para pecar, pero somos remisos para pedir perdón. La contrición arrastra los pies. No vamos a utilizar tres crucifijos para ir más rápido. Si no, parece que estemos en el Calvario, con los ladrones a cada lado. No quiero besar al mal ladrón. Vamos a besarlo para suavizar su sufrimiento, para lavar nuestros pecados. A veces los niños tienen miedo de besarlo; ven más allá que nosotros. ¿Como podemos besarlo después de haberle infligido tanto dolor? Parece un poco como el beso de Judas. Tenemos que llorar delante de él, con lágrimas de arrepentimiento.

            El crucifijo nos enseña sus cinco llagas, abiertas en frente de nosotros. Podemos encontrar refugio en ellas. Los santos han tenido mucha devoción a las heridas del Señor. Nos recuerdan nuestras propias heridas, esas cicatrices que no han curado, que nos muestran nuestras fracturas. Nos quejamos de ellas, pero no dejamos que Jesús nos las cure. Jesús está orgulloso de sus llagas. Nos las muestra como medallas, prueba de lo que ha sufrido por nosotros. En el ejército, cuando te hieren, te decoran con una medalla. Nuestras cicatrices muestran que hemos luchado y que nos han herido. Deberíamos estar orgulloso de ellas. Si las vemos como medallas, prueba de que hemos sufrido, pueden comenzar a curarse. En vez de quejarnos de ellas, podemos comenzar a entender por qué Dios las ha dejado que ocurran, y dar gracias por ellas.

            Cuando bajaron el cuerpo de Cristo de la cruz, lo pusieron en los brazos de su madre. Aunque su sangre manchaba sus vestidos, a ella no le importaba, porque quería abrazarlo por última vez, su cuerpo todavía caliente. Hubiera querido que ese momento durara para siempre, para poderlo besar, recordando cuando lo tenía en sus brazos recién nacido, llorando por su leche.

 

josephpich@gmail.com