Homilías de cuatro minutos

Tercer Domingo de Pascua

Joseph Pich

Segunda pesca milagrosa

            Pedro dijo: “Voy a pescar.” Los otros apóstoles le contestaron: “Vamos contigo.” Esa noche no pescaron nada. Era una buena idea para hacer un poco de dinero y conseguir algo de comer, pero después de pasar la noche echando las redes, solo cogieron una sandalia vieja y un ánfora rota. La última vez que fueron a pescar fue la primera pesca milagrosa. Pensaban que lo conseguirían otra vez. Comenzaron con mucho entusiasmo, pero mientras transcurrían las horas, la conversación fue desapareciendo mientras el cansancio se acumulaba. El amanecer los sorprendió con las manos vacías.

            Al acercarse a la orilla, un hombre les estaba esperando. No lo reconocieron porque el sol ascendía por detrás de él. Les gritó si habían cogido algo para comer. Es la peor pregunta que se puede hacer a un pescador. Respondieron entre dientes: ¡No! Lo mismo nos pregunta Jesús ahora: ¿Habéis pescado a alguien? Cuando Jesús llamó a los primeros apóstoles, les dijo que iban a pescar hombres.

            El hombre desde la orilla les dijo que echaran la red a la derecha de la barca. Lo hicieron, sin saber porque, más por costumbre, quizás para probarle que estaba equivocado. ¿Quién era él para darles lecciones a unos pescadores profesionales? La red se comenzó a llenar de tal manera que se hundía la barca. No podían subirla por la gran cantidad de peces. Mientras los otros intentaban tirar de la red, Juan miraba al hombre en la playa con sus ojos oscuros, su figura recordándole a alguien conocido. De repente le comentó a Pedro: “Es el Señor.” Lo descubrió gracias a sus ojos limpios y a su corazón puro. San Josemaría comenta que el amor ve de lejos. Las distancias no cuentan a un corazón enamorado.

            Cuando Pedro oyó que era Jesús, saltó al agua, sin pensárselo dos veces. Él siempre tan directo, primario, predecible. Podía haber esperado a que la barca tocara la orilla, sólo a unos metros de distancia. Pero quería ser el primero en llegar, después de su negación. Su dolor no podía esperar, pues quería hablar a solas con Jesús.

            Cuando llegaron a la orilla, Jesús ya tenía un buen fuego encendido. Sabía que venían mojados, cansados y hambrientos. Se sentaron alrededor del fuego para cocinar los peces. No hay nada que sepa mejor que un pescado recién cogido, que se derrite en la boca como mantequilla, todavía coleando. Jesús había traído un poco de pan y un buen vinillo blanco para acompañar la comida. Los apóstoles comieron sin decir nada, con la boca llena de pescado. Tenían ciento cincuenta y tres peces grandes para comer, que, divididos entre ocho, tocaban a diecinueve cada uno. Antes de hablarles, Jesús se aseguró de que estaban bien alimentados y descansados. Hace lo mismo con nosotros. Primero cuida de nuestros cuerpos y luego alimenta nuestras almas. Pero tenemos que obedecerle y echar la red a la derecha de nuestra barca.

 

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